miércoles, 28 de diciembre de 2011

Alfonsina y el mar



Quién no quisiera retroceder el tiempo y por lo menos cruzarse por la calle con esta digna mujer, una invitación amable. Somos todos poetas, en el fondo, en los oscuros rincones inobservados. Que una digna mujer se cuele por nuestros ojos y conozca el alma dolida, que nos invite, estamos estancados, petrificados, esperando eternamente una invitación cordial.

La Invitación Amable (Alfonsina Storni)

Acércate, poeta; mi alma es sobria,
de amor no entiende, del amor terreno,
su amor es mas altivo y es mas bueno.

No pediré los besos de tus labios.
No beberé en tu vaso de cristal,
el vaso es frágil y ama lo inmortal.

Acércate, poeta sin recelos ...
ofréndame la gracia de tus manos,
no habrá en mi antojo pensamientos vanos.

¿Quieres ir a los bosques con un libro,
un libro suave de belleza lleno?
Leer podremos algún trozo ameno.

Pondré en la voz la religión de tu alma,
religión de piedad y de armonía
que hermana en todo con la cuita mía.

Te pediré me cuentes tus amores
y alguna historia que por ser añeja
nos dé el perfume de una rosa vieja.

Yo no diré nada de mi misma
porque no tengo flores perfumadas
que pudieran así ser historiadas.

El cofre y una urna de mis sueños idos
no se ha de abrir, cesando su letargo,
para mostrarte el contenido amargo.

Todo lo haré buscando tu alegría
y seré para ti tan bondadosa
como el perfume de la vieja rosa.

¿La invitación esta ... sincera y noble.
Quieres ser mi poeta buen amigo
y sólo tu dolor partir conmigo?

domingo, 6 de noviembre de 2011

Julián del Casal por José Martí




Julián del Casal por José Martí

Aquel nombre tan bello que al pie de los versos tristes y joyantes parecía invención romántica más que realidad, no es ya el nombre de un vivo. Aquel fino espíritu, aquel cariño medroso y tierno, aquella ideal peregrinación, aquel melancólico amor a la hermosura ausente de su tierra nativa, porque las letras sólo pueden ser enlutadas o hetairas en un país sin libertad, ya no son hoy más que un puñado de versos, impresos en papel infeliz, como dicen que fue la vida del poeta.

De la bealdad vivía prendida su alma; del cristal callado y de la levedad japonesa; del color del ajenjo y de las rosas del jardín; de mujeres de perla, con ornamentos de plata labrada; y él, como Cellini, ponía en un salero a Júpiter. Aborrecía lo falso y pomposo. Murió, de su cuerpo endeble, o del pesar de vivir, con la fantasía elegante y enamorada, en un pueblo servil y deforme. De él se puede decir que, pagado del arte, por gustar del de Francia tan de cerca, le tomó la poesía nula, y de desgano falso e innecesario, con que los orífices del verso parisiense entretuvieron estos años últimos el vacío ideal de su época transitoria. En el mundo, si se le lleva con dignidad, hay aún poesía para mucho; todo es el valor moral con que se encare y dome la injusticia aparente de la vida; mientras haya un bien que hacer, un derecho que defender, un libro sano y fuerte que leer, un rincón de monte, una mujer buena, un verdadero amigo, tendrá vigor el corazón sensible para amar y loar lo bello y ordenado de la vida, odiosa a veces por la brutal maldad con que suelen afearla la venganza y la codicia. El sello de la grandeza es ese triunfo. De Antonio Pérez es esta verdad: “Sólo los grandes estómagos digieren el veneno”.

Por toda nuestra América era Julián del Casal muy conocido y amado, y ya se oirán los elogios y las tristezas. Y es que en América está ya en flor la gente nueva, que pide peso a la prosa y condición al verso, y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura. Lo hinchado cansó, y la política hueca y rudimentaria, y aquella falsa lozanía de las letras que recuerda los perros aventados del loco de Cervantes. Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo. El verso, para estos trabajadores, ha de ir sonando y volando. El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo, como una nota de arpa. No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble o graciosa. Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, era el que trabajaba Julián del Casal. Y luego, había otra razón para que lo amasen; y fue que la poesía doliente y caprichosa que le vino de Francia con la rima excelsa, paró por ser en él la expresión natural del poco apego que artista tan delicado había de sentir por aquel país de sus entrañas, donde la conciencia oculta o confesa de la general humillación trae a todo el mundo como acorralado, o como un antifaz, sin gusto ni poder para la franqueza y las gracias del alma. La poesía vive de honra.

Murió el pobre poeta, y no lo llegamos a conocer. Así vamos todos, en esa pobre tierra nuestra, partidos en dos, con nuestras energías regadas por el mundo, viviendo sin persona en los pueblos ajenos, y con la persona extraña sentada en los sillones de nuestro pueblo propio! Nos agriamos en vez de amarnos. Nos encelamos en vez de abrir vía juntos. Nos queremos como por entre las rejas de una prisión. ¡En verdad que es tiempo de acabar! Ya Julián del Casal acabó, joven y triste. Quedan sus versos. La América lo quiere, por fino y por sincero. Las mujeres lo lloran.




Julián del Casal




La canción de la morfina

Amantes de la quimera,
yo calmaré vuestro mal:
soy la dicha artificial,
que es la dicha verdadera.

Isis que rasga su velo
polvoreado de diamantes,
ante los ojos amantes
donde fulgura el anhelo;

encantadora sirena
que atrae, con su canción,
hacia la oculta región
en que fallece la pena;

bálsamo que cicatriza
los labios de abierta llaga;
astro que nunca se apaga
bajo su helada ceniza;

roja columna de fuego
que guía al mortal perdido,
hasta el país prometido
del que no retorna luego.

Guardo, para fascinar
al que siento en derredor,
deleites como el amor,
secretos como la mar.

Tengo las áureas escalas
de las celestes regiones;
doy al cuerpo sensaciones;
presto al espíritu alas.

Percibe el cuerpo dormido
por mi mágico sopor,
sonidos en el color,
colores en el sonido.

Puedo hacer en un instante
con mi poder sobrehumano,
de cada gota un océano,
de cada guija un diamante.

Ante la mirada fría
del que codicia un tesoro,
vierte cascadas de oro,
en golfos de pedrería.

Ante los bardos sensuales
de loca imaginación,
abro la regia mansión,
de los goces orientales,

donde odaliscas hermosas
de róseos cuerpos livianos,
cíñenle, con blancas manos,
frescas coronas de rosas,

y alzan un himno sonoro
entre el humo perfumado
que exhala el ámbar quemado
en pebeteros de oro.

Quien me ha probado una vez
nunca me abandonará.
¿Qué otra embriaguez hallará
superior a mi embriaguez?

Tanto mi poder abarca,
que conmigo han olvidado,
su miseria el desdichado,
y su opulencia el monarca.

Yo venzo a la realidad,
ilumino el negro arcano
y hago del dolor humano
dulce voluptuosidad.

Yo soy el único bien
que nunca engendró el hastío.
¡Nada iguala el poder mío!
¡Dentro de mí hay un Edén!

Y ofrezco al mortal deseo
del ser que hirió ruda suerte,
con la calma de la Muerte,
la dulzura del Leteo.

Julián del Casal
( 1863 - 1893 )

Excéntrico y poeta como pocos fue Julián del Casal. Romántico idealista que prefirió vivir a su manera y no bajo las normas mundanas. Sólo salió de Cuba una vez, en rumbo a París. Viaje que terminó en Madrid, no logrando su destinación por falta de fondos. De vuelta en La Habana, del Casal lo estimó mejor así, para no perder “la última ilusión”.

Un pesimismo profundo reinaba en su vida y obra. Tristeza, no amargura, era la emoción predominante ya que una sonrisa no era extraña en su cara. Enfermo desde niño, huérfano de madre a los cuatro años, la muerte era parte de su existir. “¡Desdichado ruiseñor del bosque de la Muerte!” y “hondo y exquisito príncipe de melancolías” le llamó Rubén Darío. La noche del 21 de octubre de 1893, mientras cenaba en la casa del Dr. Lucas de Santos Lamadrid, alguien dijo un chiste. Del Casal soltó una carcajada, acto seguido cayó sobre la mesa mientras se ahogaba en un vómito de sangre. Y nosotros nos preguntamos, ¿qué sabía este maravilloso poeta que vivió triste toda una vida, excepto al momento de irse?

Son muchas las anécdotas que se le conocen. Hemos leído que tenía pocos amigos, pero o bien no era así, o eran muy interesantes sus amistades. María Cay fue una de estas personas. La señorita Cay le regaló una foto a del Casal donde ella lucía un traje de japonesa el cual usó en un baile de disfraz. Bueno, tal foto no sólo dio lugar al poema Kakemono de del Casal. Cuando Rubén Darío lo visitó un año más tarde, vio la foto y la pluma del nicaragüense no se pudo contener. Para una cubana y Para la misma fueron inspiradas por María Cay. Debe de haber sido muy hermosa cuando con un kimono atrapó dos inmortales.

Mantuvo una cordial amistad con el escritor y patrón de las artes Esteban Borrero Echeverría. Atendía a las tertulias en casa de este señor donde encontró apoyo, cariño, y un grupo de jóvenes discípulos. Brotó una fervorosa intimidad platónica con una de las hijas de la familia, Juana Borrero. Algunos estudiantes de literatura consideran que del Casal y esta muchacha eran pareja espiritual. Tal pasión dio lugar al poema que él le dedicó a ella.

Del Casal fue un gran admirador de los poetas franceses, especialmente de los parmesistas. Su mayor aporte a nuestra literatura fue en la poesía, donde alcanzó una extraordinaria sensibilidad. Su prosa, aunque poco divulgada, es de un gran valor literario también. En este género se le considera uno de los mejores narradores costumbristas cubanos del siglo XIX. Sus obras se caracterizan por la belleza, colorido, melancolía y excelente forma. Usó con frecuencia el tema del oriente, y en varios de sus mejores poemas el patriotismo cubano.

A los dieciséis años, junto con otro estudiante, Antonio Mora, fundó el periódico clandestino El Estudiante. Se estima que sus poesías fueron dadas al público por primera vez en El Ensayo. Mantuvo correspondencia con Darío, Díaz Mirón, Urbina, Gutiérrez Nájera y otros poetas de aquella época. Usó los seudónimos Alceste, Hernani, y El Conde de Camors.

Nació en La Habana, donde vivió la mayor parte de su vida, y donde falleció. Cuando niño atendió al Real Colegio de Belén. Ingresó en la Universidad de La Habana la carrera de Leyes, teniendo que abandonar sus estudios por falta de fondos.

Tomado de: http://www.damisela.com/literatura/pais/cuba/autores/delcasal/

jueves, 3 de noviembre de 2011

El poeta que murió un jueves santo




EL POETA QUE MURIÓ UN JUEVES SANTO
Análisis del poemario “Cuaderno de Orfeo” de David Ledesma Vázquez (Guayaquil 1934-1961)

“…
¿Qué cosa puedo darte?
Tú me has dado tan sólo tu presencia,
tu sonrisa y a veces tu aliento,
una proximidad y nada más.
Yo te regalo un muerto. Cuídalo bien
Es tuyo.
…”
(El poema final, David Ledesma Vázquez.
Obra poética completa. p.204).

Nosotros, los ecuatorianos, a pesar de la existencia de algunos cambios beneficiosos en los sectores culturales y académicos, que en cierta medida han mejorado el espacio intelectual con relación a los años precedentes, todavía permanecemos embaucados bajo un interés abrumante por la literatura extranjera (best sellers), por las disputas políticas y por el virus infeccioso del mundo de la farándula. Todavía carecemos de estrategias fuertes que sustenten el análisis y el estudio de escritores nacionales, vivimos en la cultura del homenaje post mortem, del reconocimiento póstumo que antes de ser crítico es un mero pañuelo sentimental. No contamos con una proliferación eficiente de reseñas culturales en los diarios y las que hay, se dedican a promocionar ciegamente lo que está en boga. Muchos escriben pero pocos critican, pocos realizan estudios concienzudos de nuestros escritores, no hay nuevas relecturas y peor aún, no hay criterios especializados que saquen del anonimato a los talentos nacionales. No se ha dado una cultura de buscar nuevos enfoques o proponer nuevas interpretaciones, dejamos en el olvido a piezas valiosas del engranaje de nuestro país.
Por eso, ante un panorama tan lastimero y gris, se realizará un ejercicio crítico, mediante el presente artículo, a la obra de un escritor ecuatoriano con características muy valiosas e interesantes que no pueden quedar en la indiferencia y mucho menos en el olvido y así poder cumplir a cabalidad con los objetivos de la nueva crítica latinoamericana.
El artículo constará de tres momentos, en el primero se efectuará una revisión y contextualización del sujeto biográfico, en el segundo se realizará un análisis estilístico de la obra propiamente dicha y para ello, se estudiará únicamente el poemario Cuaderno de Orfeo en el cual, según opinión propia, se condensa la belleza y talento del universo ledesmiano. Para finalizar, en el tercer momento, se esbozarán las conclusiones que nos ayudarán a construir un panorama general de lo tratado con las respectivas novedades encontradas en la obra.


I


David Ledesma Vázquez nació el 17 de diciembre de 1934 en la ciudad de Guayaquil; fue un brillante escritor, poeta, narrador, periodista, actor y especialista en radioteatro y radionovela, colaboró en revistas y periódicos nacionales: La Nación, El Telégrafo, El Universo, Cuadernos del Guayas, El Ateneo, La Semana y en la revista venezolana Lírica Hispánica. En 1954 funda, junto con sus amigos de la generación del 50, el grupo y taller literario “Club 7 de la poesía ecuatoriana” integrado por Carlos Benavides Vega (con su peculiar seudónimo Álvaro San Félix), Ileana Espinel Cedeño, Gastón Hidalgo Ortega, Sergio Román Armendáriz, Miguel Donoso Pareja y Carlos Abadíe Silva. Su vocación teatral le hizo viajar, junto con la Escuela de Arte Dramático, por Argentina, Bolivia y Perú; en 1960 viaja a Cuba, invitado por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos en pleno Gobierno Revolucionario Cubano.
Con pretexto de un viaje a Quito y gracias a la ayuda de su hermana, publica en el año de 1953 su primer poemario: Cristal, aunque Ledesma no se encontraba del todo conforme con su primera publicación. Sin embargo, en sus páginas encontramos una estrecha familiaridad con el poeta cuencano César Dávila Andrade y con el poeta antioqueño Porfirio Barba-Jacob, elementos claves de su sensibilidad poética. De Dávila Andrade son prestadas las fuertes evocaciones al seno materno y a la remota e idealizada infancia; en cambio, con relación a Barba-Jacob, existe una influencia de contenidos y de títulos similares, en los poemas “Acuamarina”, “Retorno a la infancia” y “Retrato de Clemente Jaramillo” de Ledesma, con los poemas “Aquarimántima”, “Parábola del retorno” y “Retrato de un joven” de Barba-Jacob. En 1954 publica el poemario Club 7 junto con Carlos Benavides Vega, Gastón Hidalgo Ortega, Ileana Espinel Cedeño y Sergio Román Armendáriz. Club 7, según Ángel Emilio Hidalgo, es una suerte de retorno hacia el urbanismo inaugurado por Medardo Ángel Silva a inicios del siglo XX y a las propuestas vanguardistas de Hugo Mayo, Aurora Estrada y José Antonio Falconí Villagómez.
En 1958 sale a la luz la obra Gris, seleccionada de entre 182 trabajos enviados desde España y América Latina para ser laureada con una segunda mención de honor en la revista Lírica Hispánica; entre los jueces se destacaban Leopoldo de Luis, Jean Aristeguieta y Hugo Emilio Pedemonte quienes luego de premiar la obra incluyeron el poemario Gris en el número 183 de la revista. A raíz de la mutua colaboración en Club 7 aparecería Tríangulo con los trabajos de David Ledesma “Los días sucios”, Ileana Espinel “Diríase que canto” y Sergio Román Armendariz “Arte de amar”; en “Los días sucios” existen huellas de los Cantos de Maldoror del Conde Lautréamont, elementos vanguardistas cercanos al caligrama de Apollinaire y según César Vásconez Romero, una sombra cercana al creacionismo y a la obra Altazor de Huidobro. David Ledesma escribe en 1959 Cuaderno de Orfeo, su obra más querida. Cabe recalcar que Cuaderno de Orfeo fue publicado póstumamente por la Casa de la Cultura Núcleo del Guayas en 1962, en el primer aniversario de la muerte del poeta.
La mañana del 30 de marzo de 1961 el entorno literario nacional amaneció con una noticia estremecedora, el poeta David Ledesma Vásquez se había suicidado. Su cuerpo fue encontrado en el armario de su casa, colgado del cuello con una corbata amarilla y una cinta roja en sus manos, en el bolsillo de su camisa se halló su último poema intitulado por sus allegados y amigos con el melancólico rótulo de “El poema final”. A más de consternar y entristecer al panorama literario y artístico del Ecuador, David dejó inconclusas varias joyas: La risa del ahorcado o la corbata amarilla, Teoría de la llama, Cuba en el corazón, Tres cantos por Guatemala y Elegías; dos poemas en prosa: “La garza en llamas” y “Hacia adentro”, tres cuentos: “La soledad”, “La vigilia”, “El número nueve” y varios guiones para el programa radiofónico ¡Aquí… Cuba!


II


El poemario Cuaderno de Orfeo es una muestra plausible de un drama lírico que paulatinamente se va desarrollando en un marco dialéctico que finaliza abruptamente en una tragedia existencial: la imposibilidad de alcanzar el objetivo final, que en este caso es el amor. El yo lírico yace en una frustración originada en el seno del bien inasible que se escapa de las manos. Poco a poco, el autor va construyendo un escenario emotivo cargado de elementos que reflejan el cuidado y la experiencia que David Ledesma aprendió en sus años de estudiante en la Escuela de Arte Dramático. Seguramente una de las intenciones motrices del poeta era concebir una representación actual del teatro griego, sacando a relucir los elementos dinámicos del dramatismo de la Hélade (eleos, phobos, katharsis) para luego inyectarles su mejor poesía amorosa.
En primer lugar, hay que precisar que el hablante lírico se desenvuelve en dos voces; una voz en la que está hablando explícitamente el poeta y otra voz en la que el autor utiliza alter egos hasta llegar a un sujeto lírico andrógino. Rastreando las evidencias que el autor ha diseminado a lo largo de su germen poético, está completamente claro que David Ledesma se encuentra inserto en la obra, porque él es Orfeo y también él es Eurídice. Seguramente la máscara griega usada por David Ledesma son estos dos alter egos; su prósopôn, su persona, está determinada por la descripción que realiza Eurídice de Orfeo y viceversa; además de la descripción existencial que radica en los lamentos de los personajes.
Con este gesto, propio de su estilo, el poeta representa tanto el papel masculino como el papel femenino, exactamente igual que en las tragedias griegas en donde el actor (hombre) representaba el papel varonil y femenil, usando únicamente una máscara (prósopôn) diferenciadora.
Ya adentrándonos en la obra, en cada poema existen dos personajes que interactúan y dialogan mutuamente: Orfeo y Eurídice, pero no lo hacen directamente en un diálogo puntual en el interior de cada poema sino que lo hacen independientemente en poemas distintos. Por eso el poemario, al ser visto como una totalidad, es un diálogo en donde los hablantes no solo conversan entre sí, sino que procuran deslizarse en pasajes en los que endosan su voz a una tercera persona que sería el público del teatro o, en este caso, el lector implicado ya que el personaje comienza a conversar con el lector que deja de ser pasivo para convertirse en un agente empático al reconocer (anagnórisis) el momento de tensión que están padeciendo Orfeo y Eurídice.
Como parte final de este apartado, serán analizados tres poemas de Cuaderno de Orfeo: “El diálogo”, “Funeral con saxo para Eurídice” y “La última balada de Orfeo”. Estos tres poemas son los pistones que mueven el motor de la temática global del poemario, porque contienen los símbolos y sentidos que configuran la obra que estamos analizando y son claves para entender correctamente la figura ledesmiana.
En el análisis estilístico abarcaremos ciertas figuras retóricas, pero no analizaremos los tropos más usados sino que estudiaremos los más significativos, ya que el significado es el ente que da sentido a todo el texto. Las cuatro figuras retóricas que analizaremos son la metáfora, el apóstrofe, la paradoja y la prosopopeya, extractadas de los siguientes tres poemas de Ledesma:

El Diálogo
(Voz de Orfeo)

Esta boca que te habla no es la mía.
Este rostro que miro no es el tuyo.
Ni esta risa es tu risa. Y sin embargo
presente estoy, aunque me sienta lejos.

Ni tú ni yo. Posiblemente nadie.
Y sin embargo
frente el uno del otro en este mundo
donde somos extraños, sobre sitios
que nuestros cuerpos ya no reconocen!

No eres tú. Ni soy yo;
pero me basto
para indagar el nombre
que te oculta.
Y esa luz -oh, esa luz-
mágica, absorta,
pura como el amanecer,
como la muerte,
que brillaba en el fondo de tus ojos
hace mil años de imposible ausencia!

Nadie habita estos cuerpos. Nadie dice
las palabras que rozan nuestras bocas.
Y sin embargo a media noche grito
este nombre
que sin ser cosa tuya,
ni cosa mía,
ni señal exacta,
hace crecer al Fuego que me habita,
que eres tú,
que soy yo,
y que existimos
en un país de blancas torres puras!”

Funeral con saxo para Eurídice

Porque de los metales he nacido,
y el cobre, el hierro y el acero oprimen
la digital matriz del nacimiento,
un día volveré con los metales
a la más negra entraña del silencio!

Ay cuerda de guitarra atravesada
por un clavel de fuego ardido! Ay bíblica
pasión desenfrenada de las arpas!
Ay piano acuchillado por los dedos!

El saxo sabe… Solo el saxo sabe
la dulce muerte que conmueve todas
las nacencias sin límites del ritmo!”

Última balada de Orfeo

Puede el hombre saltar sobre sí mismo
pero, infaliblemente, se vuelve al mismo sitio.
La verdad es que siempre uno está solo!”

Comencemos el análisis estilístico con el uso de la metáfora, que en David Ledesma es reiterativa por la comparación propia o ajena con la imagen del fuego o de la luz; inclusive desarrolló un proyecto inconcluso denominado Teoría de la llama en el que debía constar su credo poético de transmutar su esencia en fuego o en luz, es decir, arder e iluminar pasionalmente en una devoción creadora.
En el poema “El diálogo”, a pesar de que Ledesma utiliza un símil cuando Orfeo compara la luz que poseía, que brillaba en los ojos de Eurídice, con la pureza del amanecer y con la muerte (versos 16 y 17), sabemos que esa luz es una metáfora implícita de su intimidad, porque David está hablando consigo mismo sobre su luz que se extingue, que era brillante en el amanecer cuando desarrollaba su sensibilidad que luchaba contra corriente al ser distinto pero que ya no brilla porque Eurídice ha muerto, David ha muerto ante sus adversarios, pero se trasforma en Fuego en el verso 27, un Fuego con mayúscula inicial como si fuese un nombre propio porque ya no es Orfeo, ni Eurídice, ni David; es solo un fuego fulmíneo que existe en un país de blancas torres puras, como lo dice explícitamente en el verso 31; ese país es la patria ideal: El Olimpo.
El uso del apóstrofe está presente en todo el poemario, son reiterativas las evocaciones al ser amado, pero es preciso detenerse en los poemas “El diálogo” y “Última balada de Orfeo” porque al estar muerta Eurídice y al saber el yo lírico que el amor entre ambos es imposible por su categoría de extraños, el poeta reconoce que su lucha contracorriente tal vez sucumbió ante el adversario, pero solo perdió en el ámbito real cuando señala:
“ …
Ni tú ni yo. Posiblemente nadie.
Y sin embargo
frente el uno del otro en este mundo
donde somos extraños, sobre sitios
que nuestros cuerpos ya no reconocen!
…”
El triunfo está trazado en un país de blancas torres puras, en la idea absoluta, no en el reino de los hombres en donde el “distinto” o el extraño siempre estarán solos a pesar de que intenten huir o autocomprenderse, y en esto es muy claro David Ledesma en la “Última balada de Orfeo” al utilizar el apóstrofe para dirigirse al lector: “Puede el hombre saltar sobre sí mismo/pero, infaliblemente, se vuelve al mismo sitio./La verdad es que siempre uno está solo!”
Si hablamos de la paradoja como una contradicción superada, Ledesma consigue patentizar esta definición con una sutileza asombrosa. En el poema “El diálogo” se menciona una boca que habla pero que ya no es parte del hablante; un rostro admirado pero que ya no pertenece al objeto admirado; una risa que ya no es la risa de quien se estaba riendo; no hay un tú, ni un yo; ni una boca, que a pesar de ya no existir, continúa gritando y evocando palabras. La paradoja de todos estos elementos está superada en la conjunción que finaliza en un solo individuo que abraza a la persona presente: Orfeo y a la persona ausente: Eurídice.
Para finalizar, analizaremos las prosopopeyas empleadas en el poema “Funeral con saxo para Eurídice”. De entrada el título nos evoca el carácter sardónico de Ledesma; su humor irónico en donde se ve a sí mismo como un saxofón que cobra vida para tocar un réquiem a su amada Eurídice:
“… El saxo sabe… Solo el saxo sabe
la dulce muerte que conmueve todas
las nacencias sin límites del ritmo!”

Él, David, es el alma hecha para el amor imposible, para la melancolía, para la blasfemia, para la ira. Es la incomprensión, la soledad, la ambigüedad sexual, el homoerotismo. Él es el saxofón nacido de metales, la cuerda de guitarra atravesada por un clavel de fuego ardido, la bíblica pasión desenfrenada de las arpas y el piano acuchillado por los dedos.


III


Para concluir, tenemos tres aristas que han sido parte del eje transversal que ha penetrado todo el trabajo. Con relación al estilo poético de Ledesma podríamos decir que su poesía se aleja de la generación del 30 (realismo social propugnado principalmente por el grupo “Los cinco como puño”: Demetrio Aguilera Malta, José De la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y Alfredo Pareja Díez-Canseco) para suscribirse en el culto a la musicalidad y a la forma de los parnasianos y simbolistas; para saborear el melancólico y dramático ejercicio de los decapitados; y para arroparse en un compromiso militante ante las desigualdades sociales, que le permitieron permanecer ajeno a los artistas “evasivos” tan criticados en esos años de efervescencia política.
Con relación a la obra analizada Cuaderno de Orfeo, podemos rescatar dos elementos sobresalientes; primero está el empleo de un escenario teatral para representar su poesía dramática en donde se actualiza, a su manera, la tragedia griega: El eleos que nos traslada a vivir los avatares existenciales que padeció y así poder hacer nuestras -sus vivencias-, el phobos que nos hiela la sangre al pensar en la imposibilidad de encontrar un lugar en este mundo angustioso y azaroso; y la katharsis que nos lleva a la purificación en la que encontramos la idea de que la esencia del sosiego y el reino del amor se encuentran en un país de blancas torres puras. Como segundo elemento nos enfrentamos al doble enmascaramiento de Ledesma que dialoga consigo mismo encarnando el papel de Orfeo y de Eurídice, para llegar a la conclusión de que el amor anhelado, solo puede darse en una huida de sí mismo hacia un reino ideal donde deje de ser catalogado como “distinto” o extraño.
La vida fugaz y el suicidio de David Ledesma Vázquez no sólo son un hecho anecdótico, son ingredientes de algo más. Nosotros, los espectadores de su carácter arcangélico, estamos ante toda una vida artística y una muerte estética, completamente comprometidas con su decisión fatal: elevarse a su tierra prometida.
La corbata amarilla, el poema final y su muerte un día de jueves santo, son claros elementos que sellan el legado ledesmiano, un legado hecho por él y entregado al universo de las letras:

Distinto

El pájaro que tiene solo un ala,
la naranja cuadrada,
el árbol tenso
que tiene raíces para arriba
y el caballo que galopa para atrás
solo ellos me entienden.

Mis hermanos,
mis diferentes semejantes que amo.

Y un día
distinto
sin pareja,
con ellos cavaré un hoyo muy negro
donde meterme con mi sombra a cuestas.

BIBLIOGRAFÍA


Carrión, Alejandro, Galería de retratos, Quito, Banco Central del Ecuador, 1983.
Ledesma Vázquez, David, Obra poética completa, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2007.
Armendáriz Román, Sergio, “Confidencial, Club 7 de poesía ecuatoriana”, artículo publicado en Sergio Román, Armendáriz, De la impresión a la expresión, San José de Costa Rica, 2009, en http://www.sergioroman.com/bitacoras_detail.php?Bit_id=168.
Armendáriz Román, Sergio, “`La última nota´ de David Ledesma Vázquez, Prueba documental de su memoria política”, artículo publicado en Letralia Tierra de Letras, Cagua, 2009, en http://www.letralia.com/217/articulo05.htm.
Armendáriz Román, Sergio, “Mercurial periodística, un caso de ética y defensa del derecho de respuesta y un intento de preservar la memoria política de David Ledesma Vázquez (1934-1961)”, artículo publicado en Letralia Tierra de Letras, Cagua, 2008, en http://www.letralia.com/201/articulo07.htm.
Armendáriz Román Sergio, “Quinteto, 5 composiciones de David Ledesma Vázquez (Ecuador, 1934-1961), Aproximación a su Obra poética completa (1) a la penumbra de nuestro Club 7 de Poesía (2)”, artículo publicado en Letralia Tierra de Letras, Cagua, 2010, en http://www.letralia.com/231/articulo09.htm

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El método de composición de E. A. Poe

Método de Composición.
Edgar Allan Poe.

Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.

Creo que existe un radical error en el método general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.

A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?

Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización.

Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.

Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.

Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.

Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.

La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del Paraíso perdido no es más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o unidad de efecto.

En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.

Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.

Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato si me entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra (según creo) más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma -no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello, ya que ningún hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.

En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.

De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.

Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto, no podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.

Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.

Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.

El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.

Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.

Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.

Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.

Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror que concebirse pueda.

Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:

¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor.
El cuervo dijo: "¡Nunca más!"

Sólo entonces escribí estos versos: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir versos más vigorosos, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.

Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.

Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.

Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.

El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de lugar.

En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.

Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar. Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de Palas.

Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.

No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto;
pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación.

En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:

Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad
de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:

"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica!"
El cuervo dijo: "¡Nunca más!".

Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra,
si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho;
porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo
el ver a un ave encima de la puerta de su habitación,
a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación,
llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!".

Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar:

Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.

A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante -¿encontrará a su amada en el otro mundo?-, puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.

Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable "nunca más", le proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.

Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa -y prosa de la más baja estofa-, la pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.

Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:

Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta.
El cuervo dijo: "Nunca más".

Quiero subrayar que la expresión "de mi corazón" encierra la primera expresión poética. Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.

Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación;
y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita;
y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo;
y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo,
no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!

Tomado de: http://elespejogotico.blogspot.com/2008/11/como-escribir-un-poema.html


lunes, 31 de octubre de 2011

El decálogo más uno de Juan Carlos Onetti



Decálogo más uno, para escritores principiantes

I. No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.

II. No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo.

III. No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.

IV. No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes, en la dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.

V. No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.

VI. No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.

VII. No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios.

VIII. No olviden la frase, justamente famosa: 2 más dos son cuatro; pero ¿y si fueran 5?

IX. No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.

X. Mientan siempre.

XI. No olviden que Hemingway escribió: "Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer."








Julio Cortázar: del cuento breve y sus alrededores



Julio Cortázar
(1914-1984)

DEL CUENTO BREVE Y SUS ALREDEDORES
(Último round, 1969)


León L. affirmait qu’il n’y avait qu'une chose de plus épouvantable que l’Epouvante: la journée normale, le quotidien, nous-mêmes sans le cadre forgé par l’Epouvante. —Dieu a créé la mort. Il a créé la vie. Soit, déclamait L.L. Mais ne dites pas que c’est Lui qui a également créé la “journée normale”, la “vie de-tous-les-jours”. Grande est mon impiété, soit. Mais devant cette calomnie, devant ce blasphème, elle recule.
Piotr Rawicz, Le sang du ciel.



Alguna vez Horacio Quiroga intentó un “decálogo del perfecto cuentista”, cuyo mero título vale ya como una guiñada de ojo al lector. Si nueve de los preceptos son considerablemente prescindibles, el último me parece de una lucidez impecable: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”.
La noción de pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo, al definir la forma cerrada del cuento, lo que ya en otra ocasión he llamado su esfericidad; pero a esa noción se suma otra igualmente significativa, la de que el narrador pudo haber sido uno de los personajes, es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior, sin que los límites del relato se vean trazados como quien modela una esfera de arcilla. Dicho de otro modo, el sentimiento de la esfera debe preexistir de alguna manera al acto de escribir el cuento, como si el narrador, sometido por la forma que asume, se moviera implícitamente en ella y la llevara a su extrema tensión, lo que hace precisamente la perfección de la forma esférica.
Estoy hablando del cuento contemporáneo, digamos el que nace con Edgar Allan Poe, y que se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado: basta pensar en “The Cask of Amontillado” “Bliss”, “Las ruinas circulares” y “The Killers”. Esto no quiere decir que cuentos más extensos no puedan ser igualmente perfectos, pero me parece obvio que las narraciones arquetípicas de los últimos cien años han nacido de una despiadada eliminación de todos los elementos privativos de la nouvelle y de la novela, los exordios, circunloquios, desarrollos y demás recursos narrativos; si un cuento largo de Henry James o de D. H. Lawrence puede ser considerado tan genial como aquéllos, preciso será convenir en que estos autores trabajaron con una apertura temática y lingüística que de alguna manera facilitaba su labor, mientras que lo siempre asombroso de los cuentos contra el reloj está en que potencian vertiginosamente un mínimo de elementos, probando que ciertas situaciones o terrenos narrativos privilegiados pueden traducirse en un relato de proyecciones tan vastas como la más elaborada de las nouvelles.
Lo que sigue se basa parcialmente en experiencias personales cuya descripción mostrará quizá, digamos desde el exterior de la esfera, algunas de las constantes que gravitan en un cuento de este tipo. Vuelvo al hermano Quiroga para recordar que dice: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste ser uno”. La noción de ser uno de los personajes se traduce por lo general en el relato en primera persona, que nos sitúa de rondón en un plano interno. Hace muchos años, en Buenos Aires, Ana María Barrenechea me reprochó amistosamente un exceso en el uso de la primera persona, creo que con referencia a los relatos de “Las armas secretas”, aunque quizá se trataba de los de “Final del juego”. Cuando le señalé que había varios en tercera persona, insistió en que no era así y tuve que probárselo libro en mano. Llegamos a la hipótesis de que quizá la tercera actuaba como una primera persona disfrazada, y que por eso la memoria tendía a homogeneizar monótonamente la serie de relatos del libro.
En ese momento, o más tarde, encontré una suerte de explicación por la vía contraria, sabiendo que cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la presencia manifiesta del demiurgo. Recordé que siempre me han irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra. El signo de un gran cuento me lo da eso que podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendido del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso. Aunque parezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa. Incluso cuando se habla de terceros, quien lo hace es parte de la acción, está en la burbuja y no en la pipa. Quizá por eso, en mis relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de una narración strictu senso, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el cuento en sí.
Esto lleva necesariamente a la cuestión de la técnica narrativa, entendiendo por esto el especial enlace en que se sitúan el narrador y lo narrado. Personalmente ese enlace se me ha dado siempre como una polarización, es decir que si existe el obvio puente de un lenguaje yendo de una voluntad de expresión a la expresión misma, a la vez ese puente me separa, como escritor, del cuento como cosa escrita, al punto que el relato queda siempre, con la última palabra, en la orilla opuesta. Un verso admirable de Pablo Neruda: Mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera más absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola.
Este rasgo común no se lograría sin las condiciones y la atmósfera que acompañan el exorcismo. Pretender liberarse de criaturas obsesionantes a base de mera técnica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltar la polarización esencial, el rechazo catártico, el resultado literario será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la atmósfera que ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que pervive en el relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro extremo del puente, al autor. Un cuentista eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña, sabrá de la diferencia que hay entre posesión y cocina literaria, y a su vez un buen lector de cuentos distinguirá infaliblemente entre lo que viene de un territorio indefinible y ominoso, y el producto de un mero métier. Quizá el rasgo diferencial más penetrante —lo he señalado ya en otra parte— sea la tensión interna de la trama narrativa. De una manera que ninguna técnica podría enseñar o proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. El hombre que escribió ese cuento pasó por una experiencia todavía más extenuante, porque de su capacidad de transvasar la obsesión dependía el regreso a condiciones más tolerables; y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgurante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica literaria deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna medida fatal que no toleraba pérdida de tiempo; estaba allí, y sólo de un manotazo podía arrancársela del cuello o de la cara. En todo caso así me tocó escribir muchos de mis cuentos; incluso en algunos relativamente largos, como Las armas secretas, la angustia omnipresente a lo largo de todo un día me obligó a trabajar empecinadamente hasta terminar el relato y sólo entonces, sin cuidarme de releerlo, bajar a la calle y caminar por mí mismo, sin ser ya Pierre, sin ser ya Michèle.
Esto permite sostener que cierta gama de cuentos nace de un estado de trance, anormal para los cánones de la normalidad al uso, y que el autor los escribe mientras está en lo que los franceses llaman un “état second”. Que Poe haya logrado sus mejores relatos en ese estado (paradójicamente reservaba la frialdad racional para la poesía, por lo menos en la intención) lo prueba más acá de toda evidencia testimonial el efecto traumático, contagioso y para algunos diabólico de The Tell-tale Heart o de Berenice. No faltará quien estime que exagero esta noción de un estado ex-orbitado como el único terreno donde puede nacer un gran cuento breve; haré notar que me refiero a relatos donde el tema mismo contiene la “anormalidad”, como los citados de Poe, y que me baso en mi propia experiencia toda vez que me vi obligado a escribir un cuento para evitar algo mucho peor. ¿Cómo describir la atmósfera que antecede y envuelve el acto de escribirlo? Si Poe hubiera tenido ocasión de hablar de eso, estas páginas no serían intentadas, pero él calló ese círculo de su infierno y se limitó a convertirlo en The Black Cat o en Ligeia. No sé de otros testimonios que puedan ayudar a comprender el proceso desencadenante y condicionante de un cuento breve digno de recuerdo; apelo entonces a mi propia situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano, envuelto en las mismas pequeñeces y dentistas de todo habitante de una gran ciudad, que lee el periódico y se enamora y va al teatro y que de pronto, instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño, en la oficina mientras revisa una traducción sospechosa acerca del analfabetismo en Tanzania, deja de ser él-y-su-circunstancia y sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento y además en seguida, inmediatamente, Tanzania puede irse al demonio porque este hombre meterá una hoja de papel en la máquina y empezará a escribir aunque sus jefes y las Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunque su mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas tremendas en el mundo y haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse o telefonear a los amigos. Me acuerdo de una cita curiosa, creo que de Roger Fry; un niño precozmente dotado para el dibujo explicaba su método de composición diciendo: First I think and then I draw a line round my think (sic). En el caso de estos cuentos sucede exactamente lo contrario: la línea verbal que los dibujará arranca sin ningún “think” previo, hay como un enorme coágulo, un bloque total que ya es el cuento, eso es clarísimo aunque nada pueda parecer más oscuro, y precisamente ahí reside esa especie de analogía onírica de signo inverso que hay en la composición de tales cuentos, puesto que todos hemos soñado cosas meridianamente claras que, una vez despiertos, eran un coágulo informe, una masa sin sentido. ¿Se sueña despierto al escribir un cuento breve? Los límites del sueño y la vigilia, ya se sabe: basta preguntarle al filósofo chino o a la mariposa. De todas maneras si la analogía es evidente, la relación es de signo inverso por lo menos en mi caso, puesto que arranco del bloque informe y escribo algo que sólo entonces se convierte en un cuento coherente y válido per se. La memoria, traumatizada sin duda por una experiencia vertiginosa, guarda en detalle las sensaciones de esos momentos, y me permite racionalizarlos aquí en la medida de lo posible. Hay la masa que es el cuento (¿pero qué cuento? No lo sé y lo sé, todo está visto por algo mío que no es mi conciencia pero que vale más que ella en esa hora fuera del tiempo y la razón), hay la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque también las sensaciones y los sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un cuento así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación exaltante, una exaltación desesperada; es ahora o nunca, y el temor de que pueda ser nunca exacerba el ahora, lo vuelve máquina de escribir corriendo a todo teclado, olvido de la circunstancia, abolición de lo circundante. Y entonces la masa negra se aclara a medida que se avanza, increíblemente las cosas son de una extrema facilidad como si el cuento ya estuviera escrito con una tinta simpática y uno le pasara por encima el pincelito que lo despierta. Escribir un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido antes y ese antes, que aconteció en un plano donde “la sinfonía se agita en la profundidad”, para decirlo con Rimbaud, es el que ha provocado la obsesión, el coágulo abominable que había que arrancarse a tirones de palabras. Y por eso, porque todo está decidido en una región que diurnamente me es ajena, ni siquiera el remate del cuento presenta problemas, sé que puedo escribir sin detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y que el desenlace está tan incluido en el coágulo inicial como el punto de partida. Me acuerdo de la mañana en que me cayó encima Una flor amarilla: el bloque amorfo era la noción del hombre que encuentra a un niño que se le parece y tiene la deslumbradora intuición de que somos inmortales. Escribí las primeras escenas sin la menor vacilación, pero no sabía lo que iba a ocurrir, ignoraba el desenlace de la historia. Si en ese momento alguien me hubiera interrumpido para decirme: “Al final el protagonista va a envenenar a Luc”, me hubiera quedado estupefacto. Al final el protagonista envenena a Luc, pero eso llegó como todo lo anterior, como una madeja que se desovilla a medida que tiramos; la verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario, el menor esfuerzo. Si algunos se salvan del olvido es porque he sido capaz de recibir y transmitir sin demasiadas pérdidas esas latencias de una psiquis profunda, y el resto es una cierta veteranía para no falsear el misterio, conservarlo lo más cerca posible de su fuente, con su temblor original, su balbuceo arquetípico.
Lo que precede habrá puesto en la pista al lector: no hay diferencia genética entre este tipo de cuentos y la poesía como la entendemos a partir de Baudelaire. Pero si el acto poético me parece una suerte de magia de seguno grado, tentativa de posesión ontológica y no ya física como en la magia propiamente dicha, el cuento no tiene intenciones esenciales, no indaga ni transmite un conocimiento o un “mensaje”. El génesis del cuento y del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen “normal” de la conciencia; en un tiempo en que las etiquetas y los géneros ceden a una estrepitosa bancarrota, no es inútil insistir en esta afinidad que muchos encontrarán fantasiosa. Mi experiencia me dice que, de alguna manera, un cuento breve como los que he tratado de caracterizar no tiene una estructura de prosa. Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno de mis relatos (o intentar la de otros autores, como alguna vez con Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros pre-vistos, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran. Ellos respiran, no el narrador, a semejanza de los poemas perdurables y a diferencia de toda prosa encaminada a transmitir la respiración del narrador, a comunicarla a manera de un teléfono de palabras. Y si se pregunta: Pero entonces, ¿no hay comunicación entre el poeta (el cuentista) y el lector?, la respuesta es obvia: La comunicación se opera desde el poema o el cuento, no por medio de ellos. Y esa comunicación no es la que intenta el prosista, de teléfono a teléfono; el poeta y el narrador urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de las que tienen para el autor, primer sorprendido de su creación, lector azorado de sí mismo.
Breve coda sobre los cuentos fantásticos. Primera observación: lo fantástico como nostalgia. Toda suspensión of disbelief obra como una tregua en el seco, implacable asedio que el determinismo hace al hombre. En esa tregua, la nostalgia introduce una variante en la afirmación de Ortega: hay hombres que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo y el momento en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio.
Segunda observación: lo fantástico exige un desarrollo temporal ordinario. Su irrupción altera instantáneamente el presente, pero la puerta que da al zaguán ha sido y será la misma en el pasado y el futuro. Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado. Descubrir en una nube el perfil de Beethoven sería inquietante si durara diez segundos antes de deshilacharse y volverse fragata o paloma; su carácter fantástico sólo se afirmaría en caso de que el perfil de Beethoven siguiera allí mientras el resto de la nubes se conduce con su desintencionado desorden sempiterno. En la mala literatura fantástica, los perfiles sobrenaturales suelen introducirse como cuñas instantáneas y efímeras en la sólida masa de lo consuetudinario; así, una señora que se ha ganado el odio minucioso del lector, es meritoriamente estrangulada a último minuto gracias a una mano fantasmal que entra por la chimenea y se va por la ventana sin mayores rodeos, aparte de que en esos casos el autor se cree obligado a proveer una “explicación” a base de antepasados vengativos o maleficios malayos. Agrego que la peor literatura de este género es sin embargo la que opta por el procedimiento inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal ordinario por una especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural, como en el socorrido modelo de la casa encantada donde todo rezuma manifestaciones insólitas, desde que el protagonista hace sonar el aldabón de las primeras frases hasta la ventana de la bohardilla donde culmina espasmódicamente el relato. En los dos extremos (insuficiente instalación en la circunstancia ordinaria, y rechazo casi total de esta última) se peca por impermeabilidad, se trabaja con materias heterogéneas momentáneamente vinculadas pero en las que no hay ósmosis, articulación convincente. El buen lector siente que nada tienen que hacer allí esa mano estranguladora ni ese caballero que de resultas de una apuesta se instala para pasar la noche en una tétrica morada. Este tipo de cuentos que abruma las antologías del género recuerda la receta de Edward Lear para fabricar un pastel cuyo glorioso nombre he olvidado: Se toma un cerdo, se lo ata a una estaca y se le pega violentamente, mientras por otra parte se prepara con diversos ingredientes una masa cuya cocción sólo se interrumpe para seguir apaleando al cerdo. Si al cabo de tres días no se ha logrado que la masa y el cerdo formen un todo homogéneo, puede considerarse que el pastel es un fracaso, por lo cual se soltará al cerdo y se tirará la masa a la basura. Que es precisamente lo que hacemos con los cuentos donde no hay ósmosis, donde lo fantástico y lo habitual se yuxtaponen sin que nazca el pastel que esperábamos saborear estremecidamente.


16 consejos de Jorge Luis Borges



La anécdota:


Adolfo Bioy Casares, en un numero especial de la revista francesa L’Herne, cuenta que, hace treinta años, Borges, él mismo y Silvina Ocampo proyectaron escribir a seis manos un relato ambientando en Francia y cuyo protagonista hubiera sido un joven escritor de provincias. El relato nunca fue escrito, pero de aquel esbozo ha quedado algo que pertenece al propio Borges: una irónica lista de dieciséis consejos acerca de lo que un escritor no debe poner nunca en sus libros.

En literatura es preciso evitar:

1- Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo, describir la misoginia de Don Juan, etc.

2- Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.

3- La costumbre de caracterizar a los personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.

4- En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.

5- En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector

6- Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.

7- Las frases, la escenas intencionadamente ligadas a determinado lugar o a determinada época; o sea, el ambiente local.

8- La enumeración caótica.

9- Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.

10- El antropomorfismo.

11- La confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulysses de Joyce y la Odisea de Homero.

12- Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.

13- Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película.

14- En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar el psicoanálisis.

15- Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos. Y, en fin:

16- Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.

domingo, 30 de octubre de 2011

Decálogo del perfecto cuentista de Horacio Quiroga





1. Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.


2. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.


3. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ningun otra cosa, el desarrollo de la personalidad, es una larga paciencia.


4. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.


5. No empieces a escribir sin saber desde la primera página a donde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.


6. Si quieres expresar con exactitud esta circunstacia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.


7. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.


8. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.


9. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.


10. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresion que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.



El decálogo de Carlos Fuentes




1. Los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto solitario y a veces aterrador.


2. Leer mucho, leerlo todo vorazmente.


3. No hay nueva creación literaria que no se sostenga sobre la creación literaria, de la misma manera en que no hay tradición que perviva sin la savia de la creación: no hay Lezama sin Góngora, y no hay desde ahora Góngora sin Lezama.


4. Hay que preservar la imaginación.


5. La realidad literaria no se limita a reflejar la realidad objetiva. La primera añade a la segunda algo que antes no estaba ahí, enriquece y potencia la realidad primaria.


6. La literatura tiene una relación directa con la historia. Aporta a la ciudad la parte no escrita del mundo y se convierte en lugar de encuentro.


7. Una vez publicada, la obra literaria deja de pertenecer al escritor y se convierte en propiedad del lector.


8. No se dejen seducir ni por el éxito inmediato ni por la ilusión de la inmortalidad.


9. El escritor tiene que asumir su posición social. Su presente le impide sustraerse de su compromiso, no a la manera de Sartre, sino al libre compromiso ciudadano.


10. Lo dejo a la imaginación, la palara y la libertad del joven escritor.



Cómo hacer un poema dadaísta




Coja un periódico

Coja unas tijeras

Escoja en el periódico un artículo de la longitud que cuenta darle a su poema

Recorte el artículo

Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que forman el (artículo y métalas en una bolsa

Agítela suavemente

Ahora saque cada recorte uno tras de otro

Copie concienzudamente

en el orden en que hayan salido de la bolsa

El poema se parecerá a usted

Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, (aunque incomprendido del vulgo.

(Texto publicado en la recopilación Siete manifiestos dadá)