miércoles, 25 de enero de 2012

Dos textos fraternales desde Costa Rica

Otro texto de mi gran amigo Sergio...


Proemio de mis
‘49 cartas al (aún) idioma español’
(con énfasis en la didáctica y en la defensa de su lectoescritura)

SERGIO ROMÁN ARMENDÁRIZ / www.sergioroman.com

¡POR UNA ASOCIACIÓN DE USUARIAS Y USUARIOS DEL CASTELLANO!

“Mi libro no se produce en antesalas sino entre barriales y montaña”.
Max Jiménez Huete, (San José, C.R., 1900 – Buenos Aires, Arg., 1947).
EL JAÚL (novela). Santiago de Chile, Editorial Nascimento, 1937.
(Pág. 8, de 162).
[1]

MATERIAL ABIERTO A COMENTARIOS, SUGERENCIAS,
e, INCLUSO, DIATRIBAS
romantic@racsa.co.cr
6 de enero, 2012


Sergio Román Armendáriz



Proemio y manifiesto de las ‘49 cartas al (aún) idioma español’

No soy un cruzado ni un iluso.

La asociación de usuarias y usuarios del castellano, a conformar, sólo servirá de lejano y mínimo contrapeso a la Academia de Madrid. Desde ahora, lo sé.

Menciono Madrid porque continúa, en cuestiones gramaticales, siendo la Real capital del antiguo imperio. Y menciono la academia porque allí se cocinan las decisiones lingüísticas. (Ya, en esa capital, sus miembros decapitaron la ‘ch’. Siguiendo tal ‘lógica’, en algún momento más o menos inmediato, lanzarán la ‘ñ’ y las tildes al despeñadero, para ir borrando –aun sin quererlo–, una a una, las singularidades de nuestra lengua materna. Cuando desaparezcan esas singularidades, ya no tendremos idioma, sino un amasijo blandito dedicado a los nuevos conquistadores. Pero tal imposición, no es inocua. Es ‘política’ porque el Poder atraviesa los distintos paisajes de la [in]comunicación verbal y verbo-icónica.)

Averiguar las razones o sinrazones de la academia, no es mi tarea.

Lo que se conoce, remite al acoso de catalanes, gallegos y vascos -de cerca-, y, -a lo lejos-, de yanquis y británicos y japoneses, beligerantes amos de la tecnología. Y, ahora, incluso, nos remite al acoso de los autoclasificados 'hispanounidenses' cuyos titiriteros mediáticos anhelan y, tácitamente, proclaman que el castellano se (mal) hable y se (mal) escriba al estilo gringoide, (esto es, pretenden asesinar nuestra lengua despojándola de sus singularidades ortográficas, morfosintácticas y fonéticas), presión que conspira contra nuestra identidad. Pero, si seguimos la lógica de este laberinto (disculpen el oxímoron), lo peor aún no ha llegado pero llegará cuando la academia hispanounidense reclame, dizque amparada en el uso, que Madrid acepte como legítimo ese atropello. Y, Madrid, lavándose las manos como siempre, dictaminará que los que quieran hablar y usar el castellano descuartizando sus sonidos y sus grafías naturales, pues, que lo hagan. Y los que no quieran seguir ese camino, que no lo hagan.

Con razón se dice que la torre de Babel nunca fue derribada.

De allí, verbigracia, el subterfugio de apellidar ‘español’ al castellano y de pregonar, desde los ministerios de educación de la metrópoli y de algunas repúblicas amerindias, un bilingüismo sometido a la expansión ánglica que algunas veces es una máscara del bimudismo, porque nadie puede ser, a la vez, un idiota ‘en español’ y un talento ‘en inglés’, y viceversa, porque se trata de la actividad o pasividad del mismo cerebro [2], aunque se asuma que el bilingüismo es doblemente expresivo, pero nunca se acepte que sobre los escombros de la lengua materna se pueda generar su antípoda, el bimudismo.

Mientras tanto, el Instituto Cervantes con sus millones a lo Marco Polo, anda de turista por la China para enseñar español como segunda lengua... ¿a cuántos?, en vez de invertir aunque fuere un porcentaje de un solo dígito en el rescate y en la orientación de la enseñanza de nuestra lengua, ¡la de Cervantes!, que aún es oficial y materna en muchos países de Hispanoamérica. Aún es 'materna y oficial', pero... ¿hasta cuándo?

¿Qué nos une a esta bronca? ¡Nada!

Romper con Madrid es una urgencia, no sólo por cumplir románticamente con nuestro libertador espiritual, Andrés Bello (Venezuela, 1781 - Chile, 1865), sino por cuestiones pragmáticas pues, sabiendo ya que el cataclismo globalizador no sólo ahogará en un osado porcentaje cualquier lengua (en beneficio del dólar o del euro o del yen), nuestro deber es organizarnos para salvar del naufragio de cuatrocientos millones de hispano hablantes, por lo menos, un porcentaje diminuto, aunque ubérrimo, de un dos por ciento [3], señal que representa, en este instante del año dos mil doce, alrededor de ocho millones de personas.

De este modo, cabalgando sobre las múltiples opciones del espacio virtual y, cuando se pueda, del presencial (talleres, ferias, encuentros, etc.) debemos tratar de convertir esos ocho millones de castellanohablantes dispersos, por el mundo, en un mercado único y solidario, un nicho del emprendimiento y de la economía social, donde circulen en calidad de compraventa o de permuta, desde una canción y un libro hasta una representación escénica o un filme, pequeña muestra de la amplia gama de bienes y servicios que genera la constante creatividad y criticidad del pueblo. La fundación de cooperativas y organismos de mutua ayuda, verbigracia, sujetos a la legislación local, coronarán, con carácter federativo, este esfuerzo plural.

Hablo, pues, de la conformación de una asociación de usuarias y usuarios del castellano, con carácter federal, una célula o más por país, faena que debe incluir, las diez repúblicas de la América del Sur, las seis de la América Central, México en la América del Norte, Cuba y Puerto Rico en el Caribe, el segmento hispanizante del Brasil, el saldo rescatable de la llamada migración hispanounidense, el rescoldo saharahui y guineoecuatorial en el África, y el filipino en el Asia, cada geo-unidad con sus pastores y pastoras libres en cuanto a iniciativas y a planes de acción pero férreamente confederadas alrededor de tres ejes distintos pero complementarios y un solo objetivo verdadero:

1.- La progresiva independencia lingüística de Madrid.
2.- El retorno provisional al diccionario de 1992.
3.- El énfasis en la enseñanza de nuestro idioma sobre todo en la escuela primaria.

Propongo, al margen, el estudio de la ‘Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos', 1847, (entiéndase, hoy, 'destinada al uso de los castellanohablantes en cualquier sitio del globo), estudio que constituye una especie de tratado y evangelio que firmó en Santiago de Chile, en 1847, don Andrés Bello. Y propongo, asimismo, el estudio comparado de aimara, castellano, guaraní, náhuatl y quechua.

Esta lid aparentemente es académica. En el fondo es política en cuanto negociación de cuotas de poder, es neuronal en cuanto activación del lenguaje oral o escrito, y es económica en cuanto asegure la justa retribución financiera a los esfuerzos intelectuales y materiales que integran la base de una industria cultural en expansión.

La denominación abierta al debate podría ser ‘indocastellano’ o ‘amerindio’. La primera goza de mayor precisión pero aún proclama el sometimiento a Madrid. La segunda, es imprecisa en cuanto a la correspondencia entre texto y contexto, pero no deja lugar a dudas acerca de la ruptura definitiva con la actual capital de ese conglomerado de naciones que todavía se llama 'España'.

¡Así, salvaguardando nuestra herencia de comunicación y ampliando su partitura con las lenguas ancestrales y, a la par, modulando las finanzas autónomas, completaremos la independencia que la ausencia de libertad económica y de equidad social, nos marcó con puntos suspensivos desde los comienzos del occidental siglo diecinueve!

He aquí el sentido y la tarea de este libro.

Sergio Román Armendáriz


3 NOTAS
[1]
Max Jiménez Huete (San José, 16 de abril de 1900 / 3 de mayo de 1947, Buenos Aires). / MJ explica que el jaúl es (¿o era?) un árbol típico, caracterizado por su madera inferior que, dada esta condición, resultaba barata y, por eso, con ella se fabricaba el ataúd de los campesinos y demás ciudadanos pobres. / Estos datos pueden constituir una metáfora de lo que, al comenzar esta centuria, le está ocurriendo al léxico, a la morfosintaxis, a la ortografía y a la prosodia que -aún- compartimos a pesar de los gobiernos criollos y de Madrid que, a dúo, por indiferencia o por errados cálculos o por hipnosis, ceden nuestra primogenitura lingüística a cambio de un plato de lentejas (en alusión al pasaje bíblico que ilustra la disposición de entrega, en este caso, -del castellano- a catalanes, gallegos y vascos, y al cancerbero del Poder universal: Washington, Tokio y Bruselas).

[2]
Es explorable la posibilidad de una educación que, guiada por un pragmático sentido de unidad cultural y económica indocastellana o amerindia, desemboque en un bilingüismo (no, en un bimudismo) a establecerse gracias a nuestras raíces vernáculas (aimara, guaraní, náhuatl, quechua, etc.)en sus respectivos ámbitos de influencia, de lo cual, Paraguay es un excelente ejemplo. / Se recomienda la lectura de: Sagan, Carl. Los dragones del edén (la evolución de la inteligencia humana). México, Grijalbo, 1984.

[3]
Este dos por ciento fue raptado de un canal televisivo que, al azar, presentó la declaración de un joven venezolano, quien apuntaba que dicho porcentaje correspondía a un número equis de sus compañeros que sí se preocupaban por mantener la grafía y la pronunciación convencionales sin los apuros de eliminar o cambiar sílabas o sonidos (víctimas, la mayoría, del hechizo de la neotaquigrafía de los teléfonos celulares y de los ritmos onomatopéyicos), estudiantes extraviados en ociosidades dictadas por la moda y, además, apenas sostenidos en el borde de un paupérrimo vocabulario casi exclusivamente de procedencia coloquial e, incluso, de origen lumpen (situación que, en general, ignoran, pues no son culpables de haber nacido en esta época babélica.) / Y si, por ausencia de la fuente ciberbibliográfica, la presente cifra no fuere confiable, se trata de una meta prudente. SR
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San José de Costa Rica,
6 de enero, 2012
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Las '49 cartas al (aún) idioma español' constan en www.sergioroman.com, página principal, franja superior, debajo de una imagen de Marilyn Monroe que sirve de señal:
Cartas al idioma castellano
(con énfasis en la didáctica y en la defensa de su lectoescritura)

Dos textos fraternales desde Costa Rica



Mi estimado amigo Sergio Román Armendáriz me ha pedido que difunda estos textos, bellísimos, un regalo más desde su pluma extranjera. Los reproduzco tal cual como me los envió, agradeciéndole de antemano y por este medio, por su amistad y colaboración.
Invito a que los lean con detenimiento y con espiritu intelectual; además pueden visitar la página web de Sergio y ponerse en contacto con este ilustre pensador ecuatoriano.


ORACIÓN LAICA POR ALFARO


Poema publicado
1.- En: “La rosa de papel” núm. 24, Colección de poesía ecuatoriana. Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1990. Pág. 16, de 27)
2.- En ‘El Telégrafo’, Guayaquil, domingo 28 de enero, 1996 (pág. 5)
3.- Y en las siguientes páginas virtuales:
www.efectoalquimia.blogspot.com / www.sergioroman.com
autor: Sergio Román Armendáriz (Ecuador, 1934)


ORACIÓN LAICA POR ALFARO (1842-1912)


Hemos venido a ti –Capitán- a decirte
que nos inflama tu valor de caudillo
y tu indomable voluntad de victoria.

Hemos venido a ti –Capitán- a decirte
que de la bárbara hoguera de tu muerte
saltó intacto tu corazón espada.

Hemos venido a ti –Capitán- a decirte
que hoy como ayer y como siempre
reclamamos tu herencia de libertad
y el alimento sagrado de tu gloria. *

Hemos venido a ti –Capitán- a decirte
que enciendas otra vez montoneras y pólvora
que nosotros contigo marcharemos de nuevo
uniformados de amor y de esperanza.


Sergio Román Armendáriz


Sergio Román Armendáriz (Riobamba, 1934)

Este poema ‘Oración laica por Alfaro’ (al igual que “Mapa de la patria”) fue escrito para ser musicalizado (lo que nunca sucedió) durante la campaña del binomio “Parra / Carrión / Revolución” que URJE (Unión Revolucionaria de la Juventud Ecuatoriana) apoyó en las elecciones nacionales de 1960: el Dr. Antonio Parra, para presidente, y el Dr. Benjamín Carrión, para vicepresidente. Perdimos… pero, en palabras de León Tolstoi y José Figueres: “Ésta es una lucha sin fin”…. que, yo creo, algún día cumplirá el propósito de justicia social que hemos soñado porque, según la neo-marxista Agnes Heller: “La utopía es lo que debe ser… ¡hecho… ya!

* En algunas versiones no aparece esta tercera estrofa que sí está incluida en la página titulada: La hoguera bárbara de 1912. En: ‘El Telégrafo’, Guayaquil, domingo 28 de enero, 1996. (Pág. 5).

Sergio perteneció al ‘Club 7 de Poesía’ (1951-1962), junto a Ileana Espinel Cedeño, David Ledesma Vázquez, Gastón Hidalgo Ortega y Carlos Benavides Vega, y con ellos publicó ‘CLUB 7’, Casa de la Cultura, Guayaquil, 1954. / Con Ileana y David, publicó ‘Triángulo’, Casa de la Cultura, Guayaquil, 1960. / Asimismo, la Casa de la Cultura publicó su obra de teatro experimental: ‘Función para butacas’, Guayaquil, 1972. / Además, fue incluido por Hernán Rodríguez Castelo en la antología ‘Lírica Ecuatoriana Contemporánea’ (2 tomos). Quito, Círculo de Lectores, 1979. (Págs. 455-459). / Y, en “La rosa de papel” núm. 24, Colección de poesía ecuatoriana. Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1990.

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Apartado Postal 808-2050,
San José, Costa Rica, C.A.
22 de enero, 2012


miércoles, 28 de diciembre de 2011

Alfonsina y el mar



Quién no quisiera retroceder el tiempo y por lo menos cruzarse por la calle con esta digna mujer, una invitación amable. Somos todos poetas, en el fondo, en los oscuros rincones inobservados. Que una digna mujer se cuele por nuestros ojos y conozca el alma dolida, que nos invite, estamos estancados, petrificados, esperando eternamente una invitación cordial.

La Invitación Amable (Alfonsina Storni)

Acércate, poeta; mi alma es sobria,
de amor no entiende, del amor terreno,
su amor es mas altivo y es mas bueno.

No pediré los besos de tus labios.
No beberé en tu vaso de cristal,
el vaso es frágil y ama lo inmortal.

Acércate, poeta sin recelos ...
ofréndame la gracia de tus manos,
no habrá en mi antojo pensamientos vanos.

¿Quieres ir a los bosques con un libro,
un libro suave de belleza lleno?
Leer podremos algún trozo ameno.

Pondré en la voz la religión de tu alma,
religión de piedad y de armonía
que hermana en todo con la cuita mía.

Te pediré me cuentes tus amores
y alguna historia que por ser añeja
nos dé el perfume de una rosa vieja.

Yo no diré nada de mi misma
porque no tengo flores perfumadas
que pudieran así ser historiadas.

El cofre y una urna de mis sueños idos
no se ha de abrir, cesando su letargo,
para mostrarte el contenido amargo.

Todo lo haré buscando tu alegría
y seré para ti tan bondadosa
como el perfume de la vieja rosa.

¿La invitación esta ... sincera y noble.
Quieres ser mi poeta buen amigo
y sólo tu dolor partir conmigo?

domingo, 6 de noviembre de 2011

Julián del Casal por José Martí




Julián del Casal por José Martí

Aquel nombre tan bello que al pie de los versos tristes y joyantes parecía invención romántica más que realidad, no es ya el nombre de un vivo. Aquel fino espíritu, aquel cariño medroso y tierno, aquella ideal peregrinación, aquel melancólico amor a la hermosura ausente de su tierra nativa, porque las letras sólo pueden ser enlutadas o hetairas en un país sin libertad, ya no son hoy más que un puñado de versos, impresos en papel infeliz, como dicen que fue la vida del poeta.

De la bealdad vivía prendida su alma; del cristal callado y de la levedad japonesa; del color del ajenjo y de las rosas del jardín; de mujeres de perla, con ornamentos de plata labrada; y él, como Cellini, ponía en un salero a Júpiter. Aborrecía lo falso y pomposo. Murió, de su cuerpo endeble, o del pesar de vivir, con la fantasía elegante y enamorada, en un pueblo servil y deforme. De él se puede decir que, pagado del arte, por gustar del de Francia tan de cerca, le tomó la poesía nula, y de desgano falso e innecesario, con que los orífices del verso parisiense entretuvieron estos años últimos el vacío ideal de su época transitoria. En el mundo, si se le lleva con dignidad, hay aún poesía para mucho; todo es el valor moral con que se encare y dome la injusticia aparente de la vida; mientras haya un bien que hacer, un derecho que defender, un libro sano y fuerte que leer, un rincón de monte, una mujer buena, un verdadero amigo, tendrá vigor el corazón sensible para amar y loar lo bello y ordenado de la vida, odiosa a veces por la brutal maldad con que suelen afearla la venganza y la codicia. El sello de la grandeza es ese triunfo. De Antonio Pérez es esta verdad: “Sólo los grandes estómagos digieren el veneno”.

Por toda nuestra América era Julián del Casal muy conocido y amado, y ya se oirán los elogios y las tristezas. Y es que en América está ya en flor la gente nueva, que pide peso a la prosa y condición al verso, y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura. Lo hinchado cansó, y la política hueca y rudimentaria, y aquella falsa lozanía de las letras que recuerda los perros aventados del loco de Cervantes. Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo. El verso, para estos trabajadores, ha de ir sonando y volando. El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo, como una nota de arpa. No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble o graciosa. Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, era el que trabajaba Julián del Casal. Y luego, había otra razón para que lo amasen; y fue que la poesía doliente y caprichosa que le vino de Francia con la rima excelsa, paró por ser en él la expresión natural del poco apego que artista tan delicado había de sentir por aquel país de sus entrañas, donde la conciencia oculta o confesa de la general humillación trae a todo el mundo como acorralado, o como un antifaz, sin gusto ni poder para la franqueza y las gracias del alma. La poesía vive de honra.

Murió el pobre poeta, y no lo llegamos a conocer. Así vamos todos, en esa pobre tierra nuestra, partidos en dos, con nuestras energías regadas por el mundo, viviendo sin persona en los pueblos ajenos, y con la persona extraña sentada en los sillones de nuestro pueblo propio! Nos agriamos en vez de amarnos. Nos encelamos en vez de abrir vía juntos. Nos queremos como por entre las rejas de una prisión. ¡En verdad que es tiempo de acabar! Ya Julián del Casal acabó, joven y triste. Quedan sus versos. La América lo quiere, por fino y por sincero. Las mujeres lo lloran.




Julián del Casal




La canción de la morfina

Amantes de la quimera,
yo calmaré vuestro mal:
soy la dicha artificial,
que es la dicha verdadera.

Isis que rasga su velo
polvoreado de diamantes,
ante los ojos amantes
donde fulgura el anhelo;

encantadora sirena
que atrae, con su canción,
hacia la oculta región
en que fallece la pena;

bálsamo que cicatriza
los labios de abierta llaga;
astro que nunca se apaga
bajo su helada ceniza;

roja columna de fuego
que guía al mortal perdido,
hasta el país prometido
del que no retorna luego.

Guardo, para fascinar
al que siento en derredor,
deleites como el amor,
secretos como la mar.

Tengo las áureas escalas
de las celestes regiones;
doy al cuerpo sensaciones;
presto al espíritu alas.

Percibe el cuerpo dormido
por mi mágico sopor,
sonidos en el color,
colores en el sonido.

Puedo hacer en un instante
con mi poder sobrehumano,
de cada gota un océano,
de cada guija un diamante.

Ante la mirada fría
del que codicia un tesoro,
vierte cascadas de oro,
en golfos de pedrería.

Ante los bardos sensuales
de loca imaginación,
abro la regia mansión,
de los goces orientales,

donde odaliscas hermosas
de róseos cuerpos livianos,
cíñenle, con blancas manos,
frescas coronas de rosas,

y alzan un himno sonoro
entre el humo perfumado
que exhala el ámbar quemado
en pebeteros de oro.

Quien me ha probado una vez
nunca me abandonará.
¿Qué otra embriaguez hallará
superior a mi embriaguez?

Tanto mi poder abarca,
que conmigo han olvidado,
su miseria el desdichado,
y su opulencia el monarca.

Yo venzo a la realidad,
ilumino el negro arcano
y hago del dolor humano
dulce voluptuosidad.

Yo soy el único bien
que nunca engendró el hastío.
¡Nada iguala el poder mío!
¡Dentro de mí hay un Edén!

Y ofrezco al mortal deseo
del ser que hirió ruda suerte,
con la calma de la Muerte,
la dulzura del Leteo.

Julián del Casal
( 1863 - 1893 )

Excéntrico y poeta como pocos fue Julián del Casal. Romántico idealista que prefirió vivir a su manera y no bajo las normas mundanas. Sólo salió de Cuba una vez, en rumbo a París. Viaje que terminó en Madrid, no logrando su destinación por falta de fondos. De vuelta en La Habana, del Casal lo estimó mejor así, para no perder “la última ilusión”.

Un pesimismo profundo reinaba en su vida y obra. Tristeza, no amargura, era la emoción predominante ya que una sonrisa no era extraña en su cara. Enfermo desde niño, huérfano de madre a los cuatro años, la muerte era parte de su existir. “¡Desdichado ruiseñor del bosque de la Muerte!” y “hondo y exquisito príncipe de melancolías” le llamó Rubén Darío. La noche del 21 de octubre de 1893, mientras cenaba en la casa del Dr. Lucas de Santos Lamadrid, alguien dijo un chiste. Del Casal soltó una carcajada, acto seguido cayó sobre la mesa mientras se ahogaba en un vómito de sangre. Y nosotros nos preguntamos, ¿qué sabía este maravilloso poeta que vivió triste toda una vida, excepto al momento de irse?

Son muchas las anécdotas que se le conocen. Hemos leído que tenía pocos amigos, pero o bien no era así, o eran muy interesantes sus amistades. María Cay fue una de estas personas. La señorita Cay le regaló una foto a del Casal donde ella lucía un traje de japonesa el cual usó en un baile de disfraz. Bueno, tal foto no sólo dio lugar al poema Kakemono de del Casal. Cuando Rubén Darío lo visitó un año más tarde, vio la foto y la pluma del nicaragüense no se pudo contener. Para una cubana y Para la misma fueron inspiradas por María Cay. Debe de haber sido muy hermosa cuando con un kimono atrapó dos inmortales.

Mantuvo una cordial amistad con el escritor y patrón de las artes Esteban Borrero Echeverría. Atendía a las tertulias en casa de este señor donde encontró apoyo, cariño, y un grupo de jóvenes discípulos. Brotó una fervorosa intimidad platónica con una de las hijas de la familia, Juana Borrero. Algunos estudiantes de literatura consideran que del Casal y esta muchacha eran pareja espiritual. Tal pasión dio lugar al poema que él le dedicó a ella.

Del Casal fue un gran admirador de los poetas franceses, especialmente de los parmesistas. Su mayor aporte a nuestra literatura fue en la poesía, donde alcanzó una extraordinaria sensibilidad. Su prosa, aunque poco divulgada, es de un gran valor literario también. En este género se le considera uno de los mejores narradores costumbristas cubanos del siglo XIX. Sus obras se caracterizan por la belleza, colorido, melancolía y excelente forma. Usó con frecuencia el tema del oriente, y en varios de sus mejores poemas el patriotismo cubano.

A los dieciséis años, junto con otro estudiante, Antonio Mora, fundó el periódico clandestino El Estudiante. Se estima que sus poesías fueron dadas al público por primera vez en El Ensayo. Mantuvo correspondencia con Darío, Díaz Mirón, Urbina, Gutiérrez Nájera y otros poetas de aquella época. Usó los seudónimos Alceste, Hernani, y El Conde de Camors.

Nació en La Habana, donde vivió la mayor parte de su vida, y donde falleció. Cuando niño atendió al Real Colegio de Belén. Ingresó en la Universidad de La Habana la carrera de Leyes, teniendo que abandonar sus estudios por falta de fondos.

Tomado de: http://www.damisela.com/literatura/pais/cuba/autores/delcasal/

jueves, 3 de noviembre de 2011

El poeta que murió un jueves santo




EL POETA QUE MURIÓ UN JUEVES SANTO
Análisis del poemario “Cuaderno de Orfeo” de David Ledesma Vázquez (Guayaquil 1934-1961)

“…
¿Qué cosa puedo darte?
Tú me has dado tan sólo tu presencia,
tu sonrisa y a veces tu aliento,
una proximidad y nada más.
Yo te regalo un muerto. Cuídalo bien
Es tuyo.
…”
(El poema final, David Ledesma Vázquez.
Obra poética completa. p.204).

Nosotros, los ecuatorianos, a pesar de la existencia de algunos cambios beneficiosos en los sectores culturales y académicos, que en cierta medida han mejorado el espacio intelectual con relación a los años precedentes, todavía permanecemos embaucados bajo un interés abrumante por la literatura extranjera (best sellers), por las disputas políticas y por el virus infeccioso del mundo de la farándula. Todavía carecemos de estrategias fuertes que sustenten el análisis y el estudio de escritores nacionales, vivimos en la cultura del homenaje post mortem, del reconocimiento póstumo que antes de ser crítico es un mero pañuelo sentimental. No contamos con una proliferación eficiente de reseñas culturales en los diarios y las que hay, se dedican a promocionar ciegamente lo que está en boga. Muchos escriben pero pocos critican, pocos realizan estudios concienzudos de nuestros escritores, no hay nuevas relecturas y peor aún, no hay criterios especializados que saquen del anonimato a los talentos nacionales. No se ha dado una cultura de buscar nuevos enfoques o proponer nuevas interpretaciones, dejamos en el olvido a piezas valiosas del engranaje de nuestro país.
Por eso, ante un panorama tan lastimero y gris, se realizará un ejercicio crítico, mediante el presente artículo, a la obra de un escritor ecuatoriano con características muy valiosas e interesantes que no pueden quedar en la indiferencia y mucho menos en el olvido y así poder cumplir a cabalidad con los objetivos de la nueva crítica latinoamericana.
El artículo constará de tres momentos, en el primero se efectuará una revisión y contextualización del sujeto biográfico, en el segundo se realizará un análisis estilístico de la obra propiamente dicha y para ello, se estudiará únicamente el poemario Cuaderno de Orfeo en el cual, según opinión propia, se condensa la belleza y talento del universo ledesmiano. Para finalizar, en el tercer momento, se esbozarán las conclusiones que nos ayudarán a construir un panorama general de lo tratado con las respectivas novedades encontradas en la obra.


I


David Ledesma Vázquez nació el 17 de diciembre de 1934 en la ciudad de Guayaquil; fue un brillante escritor, poeta, narrador, periodista, actor y especialista en radioteatro y radionovela, colaboró en revistas y periódicos nacionales: La Nación, El Telégrafo, El Universo, Cuadernos del Guayas, El Ateneo, La Semana y en la revista venezolana Lírica Hispánica. En 1954 funda, junto con sus amigos de la generación del 50, el grupo y taller literario “Club 7 de la poesía ecuatoriana” integrado por Carlos Benavides Vega (con su peculiar seudónimo Álvaro San Félix), Ileana Espinel Cedeño, Gastón Hidalgo Ortega, Sergio Román Armendáriz, Miguel Donoso Pareja y Carlos Abadíe Silva. Su vocación teatral le hizo viajar, junto con la Escuela de Arte Dramático, por Argentina, Bolivia y Perú; en 1960 viaja a Cuba, invitado por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos en pleno Gobierno Revolucionario Cubano.
Con pretexto de un viaje a Quito y gracias a la ayuda de su hermana, publica en el año de 1953 su primer poemario: Cristal, aunque Ledesma no se encontraba del todo conforme con su primera publicación. Sin embargo, en sus páginas encontramos una estrecha familiaridad con el poeta cuencano César Dávila Andrade y con el poeta antioqueño Porfirio Barba-Jacob, elementos claves de su sensibilidad poética. De Dávila Andrade son prestadas las fuertes evocaciones al seno materno y a la remota e idealizada infancia; en cambio, con relación a Barba-Jacob, existe una influencia de contenidos y de títulos similares, en los poemas “Acuamarina”, “Retorno a la infancia” y “Retrato de Clemente Jaramillo” de Ledesma, con los poemas “Aquarimántima”, “Parábola del retorno” y “Retrato de un joven” de Barba-Jacob. En 1954 publica el poemario Club 7 junto con Carlos Benavides Vega, Gastón Hidalgo Ortega, Ileana Espinel Cedeño y Sergio Román Armendáriz. Club 7, según Ángel Emilio Hidalgo, es una suerte de retorno hacia el urbanismo inaugurado por Medardo Ángel Silva a inicios del siglo XX y a las propuestas vanguardistas de Hugo Mayo, Aurora Estrada y José Antonio Falconí Villagómez.
En 1958 sale a la luz la obra Gris, seleccionada de entre 182 trabajos enviados desde España y América Latina para ser laureada con una segunda mención de honor en la revista Lírica Hispánica; entre los jueces se destacaban Leopoldo de Luis, Jean Aristeguieta y Hugo Emilio Pedemonte quienes luego de premiar la obra incluyeron el poemario Gris en el número 183 de la revista. A raíz de la mutua colaboración en Club 7 aparecería Tríangulo con los trabajos de David Ledesma “Los días sucios”, Ileana Espinel “Diríase que canto” y Sergio Román Armendariz “Arte de amar”; en “Los días sucios” existen huellas de los Cantos de Maldoror del Conde Lautréamont, elementos vanguardistas cercanos al caligrama de Apollinaire y según César Vásconez Romero, una sombra cercana al creacionismo y a la obra Altazor de Huidobro. David Ledesma escribe en 1959 Cuaderno de Orfeo, su obra más querida. Cabe recalcar que Cuaderno de Orfeo fue publicado póstumamente por la Casa de la Cultura Núcleo del Guayas en 1962, en el primer aniversario de la muerte del poeta.
La mañana del 30 de marzo de 1961 el entorno literario nacional amaneció con una noticia estremecedora, el poeta David Ledesma Vásquez se había suicidado. Su cuerpo fue encontrado en el armario de su casa, colgado del cuello con una corbata amarilla y una cinta roja en sus manos, en el bolsillo de su camisa se halló su último poema intitulado por sus allegados y amigos con el melancólico rótulo de “El poema final”. A más de consternar y entristecer al panorama literario y artístico del Ecuador, David dejó inconclusas varias joyas: La risa del ahorcado o la corbata amarilla, Teoría de la llama, Cuba en el corazón, Tres cantos por Guatemala y Elegías; dos poemas en prosa: “La garza en llamas” y “Hacia adentro”, tres cuentos: “La soledad”, “La vigilia”, “El número nueve” y varios guiones para el programa radiofónico ¡Aquí… Cuba!


II


El poemario Cuaderno de Orfeo es una muestra plausible de un drama lírico que paulatinamente se va desarrollando en un marco dialéctico que finaliza abruptamente en una tragedia existencial: la imposibilidad de alcanzar el objetivo final, que en este caso es el amor. El yo lírico yace en una frustración originada en el seno del bien inasible que se escapa de las manos. Poco a poco, el autor va construyendo un escenario emotivo cargado de elementos que reflejan el cuidado y la experiencia que David Ledesma aprendió en sus años de estudiante en la Escuela de Arte Dramático. Seguramente una de las intenciones motrices del poeta era concebir una representación actual del teatro griego, sacando a relucir los elementos dinámicos del dramatismo de la Hélade (eleos, phobos, katharsis) para luego inyectarles su mejor poesía amorosa.
En primer lugar, hay que precisar que el hablante lírico se desenvuelve en dos voces; una voz en la que está hablando explícitamente el poeta y otra voz en la que el autor utiliza alter egos hasta llegar a un sujeto lírico andrógino. Rastreando las evidencias que el autor ha diseminado a lo largo de su germen poético, está completamente claro que David Ledesma se encuentra inserto en la obra, porque él es Orfeo y también él es Eurídice. Seguramente la máscara griega usada por David Ledesma son estos dos alter egos; su prósopôn, su persona, está determinada por la descripción que realiza Eurídice de Orfeo y viceversa; además de la descripción existencial que radica en los lamentos de los personajes.
Con este gesto, propio de su estilo, el poeta representa tanto el papel masculino como el papel femenino, exactamente igual que en las tragedias griegas en donde el actor (hombre) representaba el papel varonil y femenil, usando únicamente una máscara (prósopôn) diferenciadora.
Ya adentrándonos en la obra, en cada poema existen dos personajes que interactúan y dialogan mutuamente: Orfeo y Eurídice, pero no lo hacen directamente en un diálogo puntual en el interior de cada poema sino que lo hacen independientemente en poemas distintos. Por eso el poemario, al ser visto como una totalidad, es un diálogo en donde los hablantes no solo conversan entre sí, sino que procuran deslizarse en pasajes en los que endosan su voz a una tercera persona que sería el público del teatro o, en este caso, el lector implicado ya que el personaje comienza a conversar con el lector que deja de ser pasivo para convertirse en un agente empático al reconocer (anagnórisis) el momento de tensión que están padeciendo Orfeo y Eurídice.
Como parte final de este apartado, serán analizados tres poemas de Cuaderno de Orfeo: “El diálogo”, “Funeral con saxo para Eurídice” y “La última balada de Orfeo”. Estos tres poemas son los pistones que mueven el motor de la temática global del poemario, porque contienen los símbolos y sentidos que configuran la obra que estamos analizando y son claves para entender correctamente la figura ledesmiana.
En el análisis estilístico abarcaremos ciertas figuras retóricas, pero no analizaremos los tropos más usados sino que estudiaremos los más significativos, ya que el significado es el ente que da sentido a todo el texto. Las cuatro figuras retóricas que analizaremos son la metáfora, el apóstrofe, la paradoja y la prosopopeya, extractadas de los siguientes tres poemas de Ledesma:

El Diálogo
(Voz de Orfeo)

Esta boca que te habla no es la mía.
Este rostro que miro no es el tuyo.
Ni esta risa es tu risa. Y sin embargo
presente estoy, aunque me sienta lejos.

Ni tú ni yo. Posiblemente nadie.
Y sin embargo
frente el uno del otro en este mundo
donde somos extraños, sobre sitios
que nuestros cuerpos ya no reconocen!

No eres tú. Ni soy yo;
pero me basto
para indagar el nombre
que te oculta.
Y esa luz -oh, esa luz-
mágica, absorta,
pura como el amanecer,
como la muerte,
que brillaba en el fondo de tus ojos
hace mil años de imposible ausencia!

Nadie habita estos cuerpos. Nadie dice
las palabras que rozan nuestras bocas.
Y sin embargo a media noche grito
este nombre
que sin ser cosa tuya,
ni cosa mía,
ni señal exacta,
hace crecer al Fuego que me habita,
que eres tú,
que soy yo,
y que existimos
en un país de blancas torres puras!”

Funeral con saxo para Eurídice

Porque de los metales he nacido,
y el cobre, el hierro y el acero oprimen
la digital matriz del nacimiento,
un día volveré con los metales
a la más negra entraña del silencio!

Ay cuerda de guitarra atravesada
por un clavel de fuego ardido! Ay bíblica
pasión desenfrenada de las arpas!
Ay piano acuchillado por los dedos!

El saxo sabe… Solo el saxo sabe
la dulce muerte que conmueve todas
las nacencias sin límites del ritmo!”

Última balada de Orfeo

Puede el hombre saltar sobre sí mismo
pero, infaliblemente, se vuelve al mismo sitio.
La verdad es que siempre uno está solo!”

Comencemos el análisis estilístico con el uso de la metáfora, que en David Ledesma es reiterativa por la comparación propia o ajena con la imagen del fuego o de la luz; inclusive desarrolló un proyecto inconcluso denominado Teoría de la llama en el que debía constar su credo poético de transmutar su esencia en fuego o en luz, es decir, arder e iluminar pasionalmente en una devoción creadora.
En el poema “El diálogo”, a pesar de que Ledesma utiliza un símil cuando Orfeo compara la luz que poseía, que brillaba en los ojos de Eurídice, con la pureza del amanecer y con la muerte (versos 16 y 17), sabemos que esa luz es una metáfora implícita de su intimidad, porque David está hablando consigo mismo sobre su luz que se extingue, que era brillante en el amanecer cuando desarrollaba su sensibilidad que luchaba contra corriente al ser distinto pero que ya no brilla porque Eurídice ha muerto, David ha muerto ante sus adversarios, pero se trasforma en Fuego en el verso 27, un Fuego con mayúscula inicial como si fuese un nombre propio porque ya no es Orfeo, ni Eurídice, ni David; es solo un fuego fulmíneo que existe en un país de blancas torres puras, como lo dice explícitamente en el verso 31; ese país es la patria ideal: El Olimpo.
El uso del apóstrofe está presente en todo el poemario, son reiterativas las evocaciones al ser amado, pero es preciso detenerse en los poemas “El diálogo” y “Última balada de Orfeo” porque al estar muerta Eurídice y al saber el yo lírico que el amor entre ambos es imposible por su categoría de extraños, el poeta reconoce que su lucha contracorriente tal vez sucumbió ante el adversario, pero solo perdió en el ámbito real cuando señala:
“ …
Ni tú ni yo. Posiblemente nadie.
Y sin embargo
frente el uno del otro en este mundo
donde somos extraños, sobre sitios
que nuestros cuerpos ya no reconocen!
…”
El triunfo está trazado en un país de blancas torres puras, en la idea absoluta, no en el reino de los hombres en donde el “distinto” o el extraño siempre estarán solos a pesar de que intenten huir o autocomprenderse, y en esto es muy claro David Ledesma en la “Última balada de Orfeo” al utilizar el apóstrofe para dirigirse al lector: “Puede el hombre saltar sobre sí mismo/pero, infaliblemente, se vuelve al mismo sitio./La verdad es que siempre uno está solo!”
Si hablamos de la paradoja como una contradicción superada, Ledesma consigue patentizar esta definición con una sutileza asombrosa. En el poema “El diálogo” se menciona una boca que habla pero que ya no es parte del hablante; un rostro admirado pero que ya no pertenece al objeto admirado; una risa que ya no es la risa de quien se estaba riendo; no hay un tú, ni un yo; ni una boca, que a pesar de ya no existir, continúa gritando y evocando palabras. La paradoja de todos estos elementos está superada en la conjunción que finaliza en un solo individuo que abraza a la persona presente: Orfeo y a la persona ausente: Eurídice.
Para finalizar, analizaremos las prosopopeyas empleadas en el poema “Funeral con saxo para Eurídice”. De entrada el título nos evoca el carácter sardónico de Ledesma; su humor irónico en donde se ve a sí mismo como un saxofón que cobra vida para tocar un réquiem a su amada Eurídice:
“… El saxo sabe… Solo el saxo sabe
la dulce muerte que conmueve todas
las nacencias sin límites del ritmo!”

Él, David, es el alma hecha para el amor imposible, para la melancolía, para la blasfemia, para la ira. Es la incomprensión, la soledad, la ambigüedad sexual, el homoerotismo. Él es el saxofón nacido de metales, la cuerda de guitarra atravesada por un clavel de fuego ardido, la bíblica pasión desenfrenada de las arpas y el piano acuchillado por los dedos.


III


Para concluir, tenemos tres aristas que han sido parte del eje transversal que ha penetrado todo el trabajo. Con relación al estilo poético de Ledesma podríamos decir que su poesía se aleja de la generación del 30 (realismo social propugnado principalmente por el grupo “Los cinco como puño”: Demetrio Aguilera Malta, José De la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y Alfredo Pareja Díez-Canseco) para suscribirse en el culto a la musicalidad y a la forma de los parnasianos y simbolistas; para saborear el melancólico y dramático ejercicio de los decapitados; y para arroparse en un compromiso militante ante las desigualdades sociales, que le permitieron permanecer ajeno a los artistas “evasivos” tan criticados en esos años de efervescencia política.
Con relación a la obra analizada Cuaderno de Orfeo, podemos rescatar dos elementos sobresalientes; primero está el empleo de un escenario teatral para representar su poesía dramática en donde se actualiza, a su manera, la tragedia griega: El eleos que nos traslada a vivir los avatares existenciales que padeció y así poder hacer nuestras -sus vivencias-, el phobos que nos hiela la sangre al pensar en la imposibilidad de encontrar un lugar en este mundo angustioso y azaroso; y la katharsis que nos lleva a la purificación en la que encontramos la idea de que la esencia del sosiego y el reino del amor se encuentran en un país de blancas torres puras. Como segundo elemento nos enfrentamos al doble enmascaramiento de Ledesma que dialoga consigo mismo encarnando el papel de Orfeo y de Eurídice, para llegar a la conclusión de que el amor anhelado, solo puede darse en una huida de sí mismo hacia un reino ideal donde deje de ser catalogado como “distinto” o extraño.
La vida fugaz y el suicidio de David Ledesma Vázquez no sólo son un hecho anecdótico, son ingredientes de algo más. Nosotros, los espectadores de su carácter arcangélico, estamos ante toda una vida artística y una muerte estética, completamente comprometidas con su decisión fatal: elevarse a su tierra prometida.
La corbata amarilla, el poema final y su muerte un día de jueves santo, son claros elementos que sellan el legado ledesmiano, un legado hecho por él y entregado al universo de las letras:

Distinto

El pájaro que tiene solo un ala,
la naranja cuadrada,
el árbol tenso
que tiene raíces para arriba
y el caballo que galopa para atrás
solo ellos me entienden.

Mis hermanos,
mis diferentes semejantes que amo.

Y un día
distinto
sin pareja,
con ellos cavaré un hoyo muy negro
donde meterme con mi sombra a cuestas.

BIBLIOGRAFÍA


Carrión, Alejandro, Galería de retratos, Quito, Banco Central del Ecuador, 1983.
Ledesma Vázquez, David, Obra poética completa, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2007.
Armendáriz Román, Sergio, “Confidencial, Club 7 de poesía ecuatoriana”, artículo publicado en Sergio Román, Armendáriz, De la impresión a la expresión, San José de Costa Rica, 2009, en http://www.sergioroman.com/bitacoras_detail.php?Bit_id=168.
Armendáriz Román, Sergio, “`La última nota´ de David Ledesma Vázquez, Prueba documental de su memoria política”, artículo publicado en Letralia Tierra de Letras, Cagua, 2009, en http://www.letralia.com/217/articulo05.htm.
Armendáriz Román, Sergio, “Mercurial periodística, un caso de ética y defensa del derecho de respuesta y un intento de preservar la memoria política de David Ledesma Vázquez (1934-1961)”, artículo publicado en Letralia Tierra de Letras, Cagua, 2008, en http://www.letralia.com/201/articulo07.htm.
Armendáriz Román Sergio, “Quinteto, 5 composiciones de David Ledesma Vázquez (Ecuador, 1934-1961), Aproximación a su Obra poética completa (1) a la penumbra de nuestro Club 7 de Poesía (2)”, artículo publicado en Letralia Tierra de Letras, Cagua, 2010, en http://www.letralia.com/231/articulo09.htm

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El método de composición de E. A. Poe

Método de Composición.
Edgar Allan Poe.

Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.

Creo que existe un radical error en el método general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.

A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?

Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización.

Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.

Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.

Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.

Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.

La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del Paraíso perdido no es más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o unidad de efecto.

En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.

Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.

Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato si me entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra (según creo) más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma -no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello, ya que ningún hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.

En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.

De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.

Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto, no podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.

Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.

Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.

El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.

Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.

Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.

Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.

Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror que concebirse pueda.

Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:

¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor.
El cuervo dijo: "¡Nunca más!"

Sólo entonces escribí estos versos: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir versos más vigorosos, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.

Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.

Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.

Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.

El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de lugar.

En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.

Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar. Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de Palas.

Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.

No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto;
pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación.

En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:

Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad
de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:

"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica!"
El cuervo dijo: "¡Nunca más!".

Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra,
si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho;
porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo
el ver a un ave encima de la puerta de su habitación,
a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación,
llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!".

Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar:

Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.

A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante -¿encontrará a su amada en el otro mundo?-, puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.

Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable "nunca más", le proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.

Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa -y prosa de la más baja estofa-, la pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.

Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:

Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta.
El cuervo dijo: "Nunca más".

Quiero subrayar que la expresión "de mi corazón" encierra la primera expresión poética. Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.

Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación;
y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita;
y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo;
y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo,
no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!

Tomado de: http://elespejogotico.blogspot.com/2008/11/como-escribir-un-poema.html